COLUMNA: No es demasiado pronto para ponerle nombre a esta década

Ahora en día, las malas noticias y los problemas son una constante. Los conflictos de todo tipo entre los extremos de pensamiento, las guerras entre naciones, la intolerancia de las personas, las mentiras, los problemas económicos, la delincuencia, las luchas por el poder económico y el resentimiento social, son cosa de todos los días. La descomposición social es evidente y es ahora más grave que nunca. ¿Qué lo causó? ¿Por qué estamos en esta situación?

En un artículo de Jeffrey Tucker publicado el pasado 11 de diciembre en el portal de The Brownstone Institute y titulado “No es demasiado pronto para ponerle nombre a esta década” da un sombrío panorama de dónde están parados los Estados Unidos después de la pandemia del Covid-19 y todos los cambios sociales, gubernamentales y tecnológicos que han sucedido para mal. Es una crítica a la sociedad, empresas y gobierno de los Estados Unidos, pero que sin duda, en muchos aspectos, también aplica a lo que está pasando en México.

El artículo comienza señalando que la revista The New Yorker está organizando un concurso. ¿Cómo deberíamos llamar a nuestra era? Algunos posibles candidatos: “Los terribles años veinte”, “La era de la emergencia”, “La Segunda Guerra Fría”, “El Omniruinas”, “El Gran Incendio” y “El Pendejoceno” (Obvio estas son traducciones de los nombres propuestos en inglés, mismos que suenan más interesantes: The terrible Twenties, The Age of Emergency, Cold War II, The Omnishambles, The Great Burning, and the Assholocene).

Por más que lo intento, no puedo entender la última de las propuestas. De todos modos, es absolutamente cierto que ha habido un giro dramático en los acontecimientos y en nuestras vidas. No es sólo en los Estados Unidos, sino que es un fenómeno global y devastador.

El autor se inclina por los Terribles años veinte.

Todo el mundo parece estar de acuerdo en que ese título aplica ampliamente, independientemente de la clase social o las inclinaciones políticas. Puedes elegir entre los síntomas: mala salud, inflación, división política, censura, poder estatal desmesurado, candidatos políticos de mala calidad, guerra, delincuencia, falta de vivienda, tensión financiera, dependencia, pérdida de aprendizaje, suicidios, exceso de muertes, esperanza de vida más corta, falta de confianza, agitación demográfica, purga de la disidencia, amenaza de autoritarismo, incompetencia masiva, propagación de ideologías locas, falta de civismo, ciencia falsa, corrupción en todos los niveles, desaparición de la clase media, y así sucesivamente ad infinitum.

Si lo pones todo junto, tendrás tiempos terribles.

Buscamos diversiones y las encontramos en viajes, películas, artes, licores y otras sustancias, religión y meditación. No importa lo que hagamos, una vez que regresamos del respiro temporal, no se puede negar la terrible realidad que nos rodea. Y cuanto más se multiplica, se expande y se afianza lo terrible, menos obvias son las soluciones. Ubicarse en “el centro” en la mayoría de los temas dejó de funcionar hace unos años y cada vez está menos a la vista. Tenemos que luchar para recordar los buenos tiempos de 2019, aunque parecen un vago recuerdo.

La memoria y la nostalgia parecen ser todo lo que nos queda. Vemos las series como The Gilded Age (2022) y Downton Abbey (2010) y parecen encantadoras. Oppenheimer, Barbie, Napoleón, cualquier cosa histórica servirá. Sonreímos solo al saber que Dolly Parton y Cher siguen actuando porque nos reconforta. Siempre hay un canal que vuele a poner alguna temporada de Seinfeld para deleitarnos. Nuestros servicios de música en streaming pueden recuperar la época dorada del rock, el country o la música clásica con solo presionar un botón. Podemos examinar viejas fotografías familiares y maravillarnos con sus sonrisas. Podemos reflexionar sobre la buena vida de nuestros padres y abuelos.

De todos modos, todo parece ser cosa del pasado, lo que siempre parece compararse favorablemente con el presente. Más profundamente, el pasado se compara favorablemente con cualquier futuro imaginado que podamos evocar. La atracción de El Carrusel del Progreso en Disney World es ahora como una broma macabra. De hecho, a los profetas de nuestro futuro parece que sólo se les ocurren distopías: no poseer nada, comer insectos, prescindir de todo, bicicletas en lugar de automóviles a gasolina, vigilancia, cultura de la cancelación, ciudades de 15 minutos, vacuna tras vacuna contra infecciones extrañas, comunicaciones basadas en Zoom y la ausencia de elegancia en la vestimenta, la comida y los viajes, excepto, por supuesto, para las élites que viven como en el Distrito Uno en Los Juegos del Hambre.

Esto se debe a que este infierno que nos ha tocado es mucho peor de lo que incluso los pesimistas predijeron en marzo de 2020. En esos momentos veíamos la implementación de políticas extremas y pronosticamos desempleo, creciente desesperación de la población, pérdida de confianza en la salud pública y en los expertos, así como un largo período de perturbación económica. Pero no podríamos haber sabido entonces que las dos semanas se convertirían en dos meses y luego en dos años o más. Fue como una tortura en toda la sociedad bajo el control de burocracias autocráticas que simplemente estaban inventando cosas sobre la marcha y justificándolo todo con ciencia falsa y sonrisas hechas para las redes sociales.

Pero, de repente, se nos reveló la falsedad de todo, y vimos que todo en lo que alguna vez confiamos era “parte del sistema”. ¿Dónde estaban los alcaldes y los jueces? Ellos estaban asustados. ¿Dónde estaban los pastores, sacerdotes y rabinos? Dijeron las mismas cosas que los presentadores de las grandes cadenas de televisión ¿Dónde estaban los académicos? Estaban demasiado preocupados por los ascensos, la titularidad y el dinero de las subvenciones como para hablar. ¿Dónde estaban los libertarios civiles? Desaparecieron por temor a alejarse demasiado del consenso generalizado, por muy fabricado que fuera.

Dondequiera que vayamos y cualquier cosa que hagamos ahora implica algo digital y, sobre todo, se trata de verificar quiénes somos. Somos escaneados, rastreados, reconocidos facial y retinalmente, monitoreados y todo lo que hacemos es cargado en alguna gran base de datos en algún lugar, que luego se implementa para propósitos que ni conocemos ni aprobamos.

No podemos ir a ningún lado sin nuestros dispositivos de monitoreo, alguna vez llamados teléfonos. No podemos viajar ni siquiera enviar paquetes por correo sin una identificación. De vez en cuando el gobierno envía un fuerte graznido a nuestros bolsillos para que recordemos quién está a cargo. La demarcación entre lo público y lo privado ha desaparecido, y eso  aplica también a las actividades económicas: ya no sabemos con certeza qué es comercio y qué es gobierno.

La característica más extraña de todo esto es la falta de honestidad al respecto. Sí, ahora se admite ampliamente la terrible verdad de nuestros tiempos. ¿Pero quién es la fuente de todos los problemas? ¿Quién nos hizo esto y por qué? Todo eso sigue siendo tabú. No ha habido ningún debate abierto sobre los confinamientos, el engaño de la obligatoriedad de usar cubrabocas, las vacunas fallidas y la creciente vigilancia gubernamental. Menos aún se ha hablado abiertamente de las personas y los poderes detrás de todo el fiasco que destrozó todo lo que alguna vez dábamos por sentado acerca de nuestros derechos y libertades. ¿Es realmente sorprendente que el resultado sean conflictos civiles e incluso guerras?

Queremos saber quién o qué fue lo que rompió el sistema, pero para obtener respuestas tenemos que depender de aquellos que tienen menos probabilidades de proporcionarlas. Esto se debe a que las personas que de otro modo podrían decirnos la verdad aceptaron las mentiras. No se les ocurre otra solución que seguir diciéndolas hasta que olvidemos que tenemos derecho a la verdad. Esto parece aplicarse a todos los medios de comunicación, el gobierno y la tecnología. Los expertos que crearon el problema no son quienes podrán sacarnos de aquí.

El autor menciona que en Estados Unidos intentan encontrar la solución lo mejor que pueden Durante un tiempo, los boicots contra los malos funcionaron, hasta que hubo demasiados para recordar. Pfizer y Bud Light, claro, además de Target, pero ahora son WalMart, Amazon, Facebook, Google, CVS, Eventbrite, CNN y quién sabe quién más. ¿Se supone que también debemos estar en contra de Home Depot y Kroger? Difícil de recordar. No se puede boicotear a todo el mundo al mismo tiempo.

Nuestras victorias sobre tal o cual marca, esta o aquella política, una buena decisión judicial que pierde en apelación, son consideradas por los conspiradores nada más que reveses temporales. Las cosas terribles son como una gran exudación que sigue fluyendo y llenando el mundo por mucho que freguemos, limpiemos y rescatemos.

Queremos apoyar a los restaurantes locales (fueron tan victimizados en todo momento) pero es demasiado caro. Así que hemos redescubierto la cocina casera, pero incluso eso nos sorprende en el supermercado por cómo han subido los precios. Además, durante los buenos tiempos, todo el mundo desarrolló algún tipo de excentricidad alimentaria. Sin carne, sin carbohidratos, sin gluten, sin pescado (mercurio), sin aceites de semillas, sin jarabe de maíz, nada inorgánico, además de todo tipo de restricciones religiosas, pero eso no deja mucho para comer. Celebraríamos una cena, pero no hay forma de llegar a un consenso y, de todas formas, nuestras habilidades culinarias se han atrofiado. Convertirse en un chef de comida rápida a domicilio está fuera de discusión.

Aquellos con niños más pequeños están perdidos. Se les ha socializado a las personas menores de 18 años para que crean que el mundo loco en el que vivimos (uso de cubrebocas, escuelas cerradas, clases por Zoom, adicción a las redes sociales, ira por todos lados) es la forma como siempre ha sido el mundo. Nos cuesta explicar lo contrario, pero no podemos hacerlo con confianza porque, después de todo, tal vez así sea el mundo. Y, sin embargo, no podemos ignorar la realidad de que los jóvenes ahora no saben casi nada sobre nada: historia, educación cívica, literatura y mucho menos sobre nada verdaderamente técnico. Nunca leen libros. A ninguno de sus compañeros tampoco le importa. Sus aspiraciones profesionales son convertirse en personas influyentes (o influencers), lo que deja a los padres en la incómoda posición de recomendar lo contrario en tiempos que parecen haber cambiado tan dramáticamente desde que crecimos.

Estudiar mucho, trabajar duro, decir la verdad, ahorrar dinero, obedecer las reglas: estos eran los viejos principios que contribuían a una vida exitosa. Los conocíamos, los practicamos y funcionaron. ¿Pero todavía se aplican? La justicia y el mérito parecen haberse ido por la ventana, habiendo sido reemplazados por privilegios, posición, identidad y victimización como camino para ganar una voz y un punto de apoyo. El decoro y la humildad están siendo inundados por el brutalismo y la beligerancia.

A la nueva generación se le dice a diario que la realidad objetiva ni siquiera existe. Después de todo, si los seres humanos pueden cambiar su identidad de género por capricho, e incluso las referencias a los “deportes femeninos” se consideran irremediablemente binarias, ¿qué podemos considerar realmente auténtico, inmutable e indiscutiblemente cierto? ¿Existe realmente algo llamado “civilización” o es un concepto racista? ¿Se puede sentir admiración por alguno de los Padres Fundadores o la pregunta en si misma es ofensiva? ¿Es la democracia realmente mejor que otros sistemas? Después de todo, ¿qué entendemos realmente por libertad de expresión? Todo ha quedado completamente cuestionado.

Puedes agregar tus propias observaciones aquí, pero parece obvio que el colapso ha ido mucho más lejos de lo que incluso los profetas de 2020 previeron. Cuando los gobiernos cerraron nuestras escuelas, negocios, iglesias y gimnasios, con el pretexto de dominar el reino microbiano, sabíamos con certeza que se avecinaban tiempos difíciles. Pero no teníamos idea de lo mal que se pondría.

Tales medidas de “salud pública” ni siquiera estaban dentro del rango de posibilidades fuera de la peor ficción distópica. Y, sin embargo, todo sucedió en un instante, todo con la seguridad de que la Ciencia lo exigía. Ninguna de las instituciones en las que confiamos para detener experimentos tan demenciales funcionó para detenerlos. Los tribunales estaban cerrados, las tradiciones de libertad olvidadas, los líderes de nuestras instituciones carecían de valentía y todos y todo se perdieron en una niebla de desorientación y confusión.

Los liberales de la época victoriana nos advirtieron que la civilización (ahí está esa palabra) es más frágil de lo que creemos. Tenemos que creer en ello y luchar por ello; de lo contrario, te lo pueden quitar en un instante. Una vez desaparecido, no se puede restaurar fácilmente. Estamos descubriendo esto por nosotros mismos hoy. Lloramos desde lo más profundo, pero el agujero sólo se hace más profundo y las vidas ordenadas que dábamos por sentado se definen más por la anomia y la aterradora sorpresa de lo impensable.

¿Dónde está la esperanza? ¿Dónde está la salida a este lío?

La respuesta tradicional a estas preguntas gira en torno a buscar y decir la verdad. Seguramente no es pedir demasiado y, sin embargo, es lo último que obtenemos hoy. ¿Qué nos impide escucharlo? Demasiados están demasiado interesados en la mentira como para permitir que tenga una audiencia justa.

Los tiempos son terribles no debido a algunas fuerzas impersonales de la historia, como diría Hegel, sino porque una pequeña minoría decidió jugar juegos peligrosos con los derechos, las libertades y la ley fundamentales. Destrozaron el mundo y ahora están saqueando lo que queda. Todo indica que permanecerá roto y saqueado en tanto las mismas personas que lo provocaron tengan el coraje de admitir sus malas acciones o, como los viejos decrépitos que gobernaron el imperio soviético en sus últimos días, finalmente desaparezcan de la tierra.

Director General GAEAP*

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